Otro de mis recuerdos imborrables de Jaca, un recuerdo indeleble sentimental y lleno de cariño a un animal de una nobleza total, y fidelidad hasta el final
Esta es la historia real del vagabundo Serafín, un gato de color marrón parduzco, algo andrajoso, muy avispado y también muy decidido; con una “personalidad gatuna”, sorprendente, y que compartió un cortito pero muy valioso tiempo en nuestras vidas, durante unos meses; Sucedió hace mucho tiempo, pero nunca se me olvida; jamás he conocido desde entonces o tenido otra mascota tan leal, obediente y noble como Serafín. Seguramente en su deambular por las afueras de Jaca la vida no le había tratado demasiado bien, pero su comportamiento su fidelidad y su complicidad no dejo a nadie indiferente. No era un gato normal, su actitud distaba mucho del estereotipo de los gatos comunes, desconfiados, suspicaces y recelosos en general.
Recuerdo que incluso me esperaba a la salida del colegio, y saltaba sobre mí dándome lametones y pequeños mordiscos de alegría como si fuera un perro en vez de un gato, ante la mirada atónita y un poco envidiosa de mis compañeros: era un gato ya adulto cuando lo encontré en unas obras cerca de mi casa. Nos tirábamos desde un primer piso en construcción, mi hermano Pablo y yo a una montón de arena repetidas veces, protagonizando una película de gánster, yo te disparo y tú retorciéndote de dolor caes, y luego al contrario, ganaba quien mejor escenificaba la parodia y “moría” mejor..
En un momento dado, paramos a comernos la merienda que mi madre (como siempre) nos había preparado, consistente en sardinas enlatadas, entre dos rebanadas de pan, cuando en la ya penetrante semi oscuridad de la obra observamos un par de ovalados ojos azules brillantes, que se acercan sin prisa pero sin pausa hacia nuestra pétrea posición, pues Pablo y yo nos hemos quedado de granito; hace rato que estamos allí y nadie se ha acercado a husmear en nuestros juegos, por lo que la sorpresa es total y nos da cierta desazón: Por fin, ante nuestros ojos aparece la silueta de un gato mas bien grande, ya adulto, tono marrón, caminando en plan solemne, -algo chulesco diría yo- mirando descaradamente nuestros bocatas: -yo quiero pensar que le ha atraído el olor a sardina en aceite-: sin perder la compostura, se sienta frente a nosotros, a un par de metros de donde estamos todavía absortos, aun sin reacción; con aire ceremonioso como si de una reverencia se tratase al más puro estilo Luis XV, suelta un sonoro, claro, largo y conciso, ¡MIAAAUU! ¡MIAAAUU!, -Que para mí está muy claro lo que quería decir-, (traducción literal), ¡tengo hambre! ¿Me invitáis?
Era un gato muy listo, y lo demostró en repetidas ocasiones; Yo, con cierto tembleque, le tendí la mano con el medio bocadillo que me quedaba, y él hábilmente pero con decoro, eso sí, sin moverse del mismo sitio se lo comió, pan incluido en unos treinta segundos aproximadamente, luego repitió plato con el resto del bocata de Pablo y desde entonces ya pasó a engrosar la lista de nuestros amigos y coleguillas, con el respetuoso nombre de Serafín. Desde entonces, nos acompañaba a todos los sitios, se tiraba igual que nosotros a la arena desde el primer piso, pero no ganaba nunca porque siempre caía de pie, y eso no valía. Sí que nos ganaba, cuando hacíamos carreras, y jugábamos al escondite, pero porque era más ágil y más pequeño, pero el caso es que nos escoltaba allá donde fuéramos, incluido al colegio. No sé bien porque, pero sabia que él no tenia que entrar, nos esperaba a la salida y luego hacía el trayecto acompañándonos a casa y compartiendo nuestras meriendas; participaba en todos nuestros juegos y dormía en el sótano de nuestra casa, donde además se atiborraba de ratones el muy astuto: fue como un juguete para todos.
Un mal día, y viendo que no estaba a la salida de las clases, nos dio mala espina, y efectivamente, cuando llegamos cerca de las casas militares, en un charco de agua y barro, sin vida, estaba el pobre Serafín, apaleado, y apedreado sin piedad por los arrogantes y envidiosos hijos de los oficiales, nuestra banda rival por proximidad directa, y que además se jactaban de su hazaña riéndose de nosotros porque éramos más pequeños. Serafín jamás los odió, jugaba también con ellos aunque no fueran nuestros amigos, para él no había distinción, creo que pensaban que todos lo seres humanos le tratarían como nosotros, él se veía como uno mas, no huía nunca de nadie, ni siquiera cuando le apedrearon, murió por ser tan leal.
Aquél día, tuvo lugar una de las batallas más cruentas que yo recuerde entre hijos de oficiales y suboficiales, luchamos a pedrada limpia, también con nuestros rudimentarios arcos y flechas e hicimos prisionero y arrojamos al canal al jefe de su banda; luego destrozamos (y después pagaron nuestros padres) los cristales de su elegante portal. Hubo magulladuras y contusiones, cabezas abiertas por certeras pedradas (“cuqueras” se llama cuando la cabeza se abre por esta razón) en ambos bandos, y aunque invariablemente en nuestras particulares guerras, parábamos cuando se producía la primera “cuquera”, la batalla duró hasta que no quedó ningún hijo de oficial sin su brecha sangrante; aquel día les dimos una buena lección y aunque la triste victoria cayó (como siempre solía ocurrir) de nuestro lado, eso no nos devolvió a la vida al pobre Serafín.
Después, al caer la noche, al lado de los chopos del canal, en una gran pira de fuego, incineramos y despedimos a Serafín en un gran silencio con honores “militares”.
Aunque tan solo era un gato, aunque solo estuvo con nosotros un par de meses, nos dio una gran lección de fidelidad, nobleza y compañerismo al significado de la palabra amistad…
Nunca olvidé eso Serafín, nunca…!!! Ni a ti, amigo mío!!!